Les dues nenes estaban asustadas. No entendían bien quien era yo y qué hacía con mis largos pinceles y mis pinturas de un lado para otro mientras les pedía que se quedaran quietas.
Poco a poco fui ganándome su confianza. La pequeña me miraba con ojos traviesos deseando decirme alguna palabra que, por vergüenza no le salía, mientras que la mayor me echaba sonrisas de aprobación de vez en cuando. Bajo sus prendas de princesitas y su aspecto de ingenuidad, se escondía un pasado demasiado arduo de asimilar incluso para mí, que era ajeno a aquella familia a la que no le sonreía la fortuna.
Supe que quería retratarlas nada más conocerlas. Conocía su historia, era muy sonada en el pueblo de mi mujer, pero les tenía en mente más como una leyenda popular, en vez de como las dos niñas de carne y hueso que tenía enfrente, que habían vivido a sus escasos años de edad más sufrimientos y misteriosas historias que yo en toda mi vida.
La oportunidad vino a mi cuando un día de viento y nubes grises en la playa, como suele ocurrir en las zonas del norte, nuestra sombrilla se voló y dio a parar a la de ellas, acompañadas de su nana, una señora mayor que había estado presente en todas las desgracias familiares, y nunca les había abandonado. Iba al lado de las dos niñas casi todas las horas del día, les protegía con gran desempeño de cualquier atisbo de peligro (desde el vuelo de una mosca, hasta de las miradas de cualquier desconocido...), casi parecía que quisiera protegerles del mundo. Al toparme con ella, instantáneamente me rogó, chillando desesperada, que me largara con mi sombrilla lejos de ellas, que había estado a punto de matar a sus pequeñas. Me pareció tan desagradable y exagerada su reacción que, sin mediar palabra comencé a retroceder, hasta que me fijé en quienes estaban allí: las pequeñas huérfanas de Portbou. Entonces lo entendí. Me retiré cuidadosamente dedicando a aquella señora una amarga sonrisa, y se me quitaron las ganas de seguir en la playa. Me volví a casa caminando lento, sin poder parar de pensar en aquellas miradas tristes de las huérfanas jugando en la playa con los castillos de arena, como cualquier otro niño de su edad, pero con unas circunstancias muy distintas...
Y me seguí acordando de ellas toda la semana. Algo dentro de mí no estaba a gusto desde aquel encontronazo en la playa. Sentía la necesidad de ayudar a aquella familia desmoronada tras la súbita y misteriosa muerte del padre, la madre, los tíos y los abuelos de las niñas... de acercarme a aquella casa a la que nadie había osado a llamar después del accidente. Las únicos supervivientes, las dos pequeñas hermanas y su nana, permanecían en la casa casi todo el tiempo, alejadas del mundo exterior, de los habitantes del pueblo... raras ocasiones eran en las que salían fuera, pocas veces se les había visto el rostro. Y yo, casualmente, había tenido un frente a frente con ellas. Y había supuesto una experiencia estética para mí. Ya no podía olvidar a aquellas niñas, su mirada perdida... todo aquello me parecía como una señal, tenía que seguirla.
Me quedaban tan solo cinco días en el pueblo, después yo y mi mujer Ángeles, marcharíamos a pintar a París. Una mañana decidí seguir mis instintos y me armé de valor para acercarme a la sombría casa olvidada de las huérfanas- hacía años, centro social del pueblo, con los lujosos banquetes y reuniones culturales que organizaban asiduamente la familia-. Ahora, la señorial mansión parecía casi abandonada. Tiré de la campana casi oxidada que estaba en la puerta para hacer notar mi llegada. Al instante me arrepentí pero, cuando me disponía a dar media vuelta pensando que mi visita había sido una locura, dos vocecitas me saludaron alegres desde una ventana de la casa. Pude ver sus rostros desde la distancia, les dues nenes estaban contentas de ver a alguien en su puerta. Les dirigí una amigable sonrisa y decidí quedarme. Esperé allí, hasta que por fin la puerta de la casa se abrió y apareció la anciana nana de la playa, mirándome con cara de sorpresa y desconcierto. Noté también un ligero ápice de alegría en su rostro. Me dio la impresión de que era la primera vez que alguien iba a verlas.
Al entrar en la casa, las pequeñas huérfanas llegaron tímidas, bajando por las escaleras, escondiéndose una detrás de la otra. Lo primero que hice fue estrecharles la mano una a una y presentarme como Emili Grau, pintor y contador de historias. Me disculpé ante la nana por el incidente de la sombrilla aquel día en la playa. La nana me dio sus disculpas también por su reacción exagerada, y me confesó saber quien era yo, y su admiración por mis pinturas y las de mi mujer. Me sorprendió la amabilidad y sinceridad que se escondía tras la oscura fachada de aquella señora, siempre a la defensiva y sobre protegiendo a las niñas. Entendí con las pocas palabras que intercambié con ella, que le constaba abrirse a los escasos desconocidos que se acercaban a ellas, ya que en general nadie lo hacía sino para mirarles con recelo y miedo o para compadecerse de su desgracia, cosa de lo que evitaba exponer a las niñas, pues quería que creciesen felices sin recordar constantemente que ellas no eran unas niñas normales, que ellas estaban solas en el mundo. Sentí que conmigo era diferente, que de mi se fiaba. Le dije que yo no estaba allí para compadecerme de ellas, sino, todo lo contrario. Quería ser su amigo. Algo en ellas me había conmovido, y las quería conocer más a fondo.
Así fue como, en esos cinco días que me quedaban en el pueblo, pasé la mayoría de las horas del día charlando con la nana y jugando con las niñas, y en los descansos, pintándolas en aquel sillón rosado en el que, juntas, se sentaban y posaban contentas y aun desconcertadas de tener un nuevo amigo.
El quinto día llegó y tenía que marcharme. Prometí volver a verlas, y les dejé, como símbolo de mi amistad, el retrato que les había hecho.
Los años siguientes en las que las visité, les dues nenes, estaban mucho más alegres y vivaces, e incluso habían hecho nuevos amigos en el pueblo. Años más tarde, ya convertidas en bellas muchachitas, me confesarían lo importante que fui yo para ellas y su apertura al mundo y al arte aquel verano.
Y me seguí acordando de ellas toda la semana. Algo dentro de mí no estaba a gusto desde aquel encontronazo en la playa. Sentía la necesidad de ayudar a aquella familia desmoronada tras la súbita y misteriosa muerte del padre, la madre, los tíos y los abuelos de las niñas... de acercarme a aquella casa a la que nadie había osado a llamar después del accidente. Las únicos supervivientes, las dos pequeñas hermanas y su nana, permanecían en la casa casi todo el tiempo, alejadas del mundo exterior, de los habitantes del pueblo... raras ocasiones eran en las que salían fuera, pocas veces se les había visto el rostro. Y yo, casualmente, había tenido un frente a frente con ellas. Y había supuesto una experiencia estética para mí. Ya no podía olvidar a aquellas niñas, su mirada perdida... todo aquello me parecía como una señal, tenía que seguirla.
Me quedaban tan solo cinco días en el pueblo, después yo y mi mujer Ángeles, marcharíamos a pintar a París. Una mañana decidí seguir mis instintos y me armé de valor para acercarme a la sombría casa olvidada de las huérfanas- hacía años, centro social del pueblo, con los lujosos banquetes y reuniones culturales que organizaban asiduamente la familia-. Ahora, la señorial mansión parecía casi abandonada. Tiré de la campana casi oxidada que estaba en la puerta para hacer notar mi llegada. Al instante me arrepentí pero, cuando me disponía a dar media vuelta pensando que mi visita había sido una locura, dos vocecitas me saludaron alegres desde una ventana de la casa. Pude ver sus rostros desde la distancia, les dues nenes estaban contentas de ver a alguien en su puerta. Les dirigí una amigable sonrisa y decidí quedarme. Esperé allí, hasta que por fin la puerta de la casa se abrió y apareció la anciana nana de la playa, mirándome con cara de sorpresa y desconcierto. Noté también un ligero ápice de alegría en su rostro. Me dio la impresión de que era la primera vez que alguien iba a verlas.
Al entrar en la casa, las pequeñas huérfanas llegaron tímidas, bajando por las escaleras, escondiéndose una detrás de la otra. Lo primero que hice fue estrecharles la mano una a una y presentarme como Emili Grau, pintor y contador de historias. Me disculpé ante la nana por el incidente de la sombrilla aquel día en la playa. La nana me dio sus disculpas también por su reacción exagerada, y me confesó saber quien era yo, y su admiración por mis pinturas y las de mi mujer. Me sorprendió la amabilidad y sinceridad que se escondía tras la oscura fachada de aquella señora, siempre a la defensiva y sobre protegiendo a las niñas. Entendí con las pocas palabras que intercambié con ella, que le constaba abrirse a los escasos desconocidos que se acercaban a ellas, ya que en general nadie lo hacía sino para mirarles con recelo y miedo o para compadecerse de su desgracia, cosa de lo que evitaba exponer a las niñas, pues quería que creciesen felices sin recordar constantemente que ellas no eran unas niñas normales, que ellas estaban solas en el mundo. Sentí que conmigo era diferente, que de mi se fiaba. Le dije que yo no estaba allí para compadecerme de ellas, sino, todo lo contrario. Quería ser su amigo. Algo en ellas me había conmovido, y las quería conocer más a fondo.
Así fue como, en esos cinco días que me quedaban en el pueblo, pasé la mayoría de las horas del día charlando con la nana y jugando con las niñas, y en los descansos, pintándolas en aquel sillón rosado en el que, juntas, se sentaban y posaban contentas y aun desconcertadas de tener un nuevo amigo.
El quinto día llegó y tenía que marcharme. Prometí volver a verlas, y les dejé, como símbolo de mi amistad, el retrato que les había hecho.
Los años siguientes en las que las visité, les dues nenes, estaban mucho más alegres y vivaces, e incluso habían hecho nuevos amigos en el pueblo. Años más tarde, ya convertidas en bellas muchachitas, me confesarían lo importante que fui yo para ellas y su apertura al mundo y al arte aquel verano.
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